Los gobiernos occidentales se enfrentan a su propio dilema. Habiendo invertido mucho en presentar a Zelensky como una figura al estilo de Churchill, sustituirlo abiertamente podría socavar el apoyo público a la guerra en sus propios países.
Thomas Fazi, Un Herd
Las conversaciones diplomáticas en Estambul, que transcurrieron sin incidentes y concluyeron con poco más que discusiones sobre un intercambio de prisioneros de guerra y vagas promesas de nuevas reuniones, dejaron a Volodymyr Zelensky enfrentándose a una crisis mucho más cercana: protestas sin precedentes que estallaron en las principales ciudades ucranianas.
Miles de personas salieron a las calles para denunciar una controvertida ley que, según Zelensky, tenía por objeto “reducir la influencia rusa”, pero que, en realidad, comprometería la independencia de las dos principales agencias anticorrupción del país en un momento en que, según se informa, ambas estaban a punto de detener a altos cargos de la propia administración de Zelensky.
La aprobación de la ley no solo provocó protestas masivas en Ucrania, sino también una condena generalizada en las capitales occidentales.
Ursula von der Leyen no tardó en emitir una dura reprimenda: la legislación entraba en conflicto con el “respeto al Estado de derecho” de Europa y podía poner en peligro las perspectivas de adhesión de Ucrania a la UE.
El Gobierno estadounidense llegó incluso a ordenar a Zelenski que retirara la legislación. Mientras tanto, los medios de comunicación occidentales dieron amplia cobertura a las protestas.
Por primera vez desde la invasión rusa, las políticas internas de Zelenski fueron criticadas abiertamente por medios que anteriormente lo habían idolatrado como un heroico defensor de la democracia.